¡UNA DE CARACOLES!

Por Alejandro Ibáñez

Desde que el hombre es hombre, incluso antes, cuando era poco más que un bípedo errante y carroñero, encontró un alimento fácil de cazar y de un alto valor nutritivo: los caracoles y, aunque entonces probablemente no lo sabía, con un bajo contenido en grasa y de gran calidad en sus proteínas que contienen el 98% de los aminoácidos esenciales para el ser humano.

Además de rico en sales minerales y vitaminas, se convertiría, pasados los milenios, en una más que interesante oferta gastronómica.

Aunque algunos puedan pensar que es un recurso barato y eficaz contra el hambre, lo mismo podríamos decir de lo que sintieron los que por primera vez probaron las ostras o los percebes.

Si la ingesta de este recurso gastronómico es un hecho constatado por la Arqueología desde época prehistórica, no será hasta la llegada de los romanos, pueblo práctico y cómodo por definición, que se inventa la helicicultura, la cría de caracoles en cautiverio, lo que evita el engorro de buscarlos, favoreciendo la llegada a las mesas de un producto seleccionado.

El hecho constatado en múltiples yacimientos arqueológicos, por la abundancia de restos de caracoles, tiene su confirmación en fuentes escritas que, por su contenido, parecen poco manipuladas y por tanto, fiables.

Tanto Marco Terencio Varrón (116 – 27 a. n. e.) en su Rerum rusticarumcomo Gayo Plinio Cecilio Segundo, más conocido como Plinio El Viejo (23 – 79) en su Naturalis Historia nos hablan de las buenas prácticas para la cría de caracoles. Ambos atribuyen el invento de la primera granja de caracoles a Quinto Fulvio Lipino el año 50 a. n. e., un avispado terrateniente, que también promocionó la cría de jabalíes y los cotos controlados al ver el alto precio que alcanzaba la caza en los mercados, y que sería rápidamente imitado por otros latifundistas. El avispado Fulvio Lipino, viendo que el caracol se consumía con avidez en las buenas mesas romanas, encontró una eficaz e innovadora fuente de financiación. 

Así nos informa Varrón que las caracoleras deben instalarse en pequeñas islas artificiales con objeto de evitar la fuga de estos esclavos tan productivos a los que se les creaba un microclima húmedo por medio de rústicos aspersores realizados con pequeñas conducciones de agua.

Nuestro inteligente Lipino plantaba hierbas de la familia de las brassicaceae, ricas en vitaminas (y eso que el escorbuto se identificó apenas hace dos siglos). Aunque con estas condiciones ambientales la alimentación era fácil y barata, sin apenas mantenimiento, se solían cebar colocándoles unos recipientes agujereados en cuyo interior se ponía vino cocido con cereales.

Cuando se llevaban al mercado los comerciantes debían mantenerlos vivos suministrándole hojas de laurel y salvado. Lógicamente, se recomendaba la selección y cada isla – criadero se dedicaba a una especie, siendo muy apreciados los que, como hoy día, procedían de África.

Los romanos consumieron ávidamente los caracoles, no sólo como alimento sino también como remedio eficaz para enfermedades del estómago y las vías respiratorias. El paramédico Aulo Cornelio Celso (25 a. n. e. –50) los recomendaba para los inválidos. El gastrónomo Apicio, que nunca nos dio una mísera receta como mandan los cánones, habla de que se consumían como un entremés, asados o cocidos con salsa picante, que había que pasar con vino. Al parecer a los galos de entonces les encantaba como postre junto con la fruta y los quesos, costumbre que han conservado.

Dada la importancia del consumo de caracol en el mundo romano se puede decir que en torno al año 200 se llegó al invento de la primera navaja suiza de la Historia, un artilugio multiusos que formaba parte del ajuar de los legionarios y que contaba con cuchara, una especie de tenedor, espátula y un palillo – punzón que servía para extraer los caracoles del caparazón. La mejor conservada se encuentra en el Museo Fitzwilliam (Cambridge).

En la Edad Media los caracoles siguieron conservando sus grandes momentos de esplendor, entre otras razones porque se consideraba carne apta para el consumo durante los largos períodos en que la Iglesia imponía la abstinencia (unos 150 días al año contando viernes, vigilias y cuaresma).

Se comían fritos en aceite y con cebolla, en brochetas y hervidos, siendo un plato habitual de muchos monasterios. Tras una corta etapa de decadencia Maurice de Talleyrand, político francés del siglo XVIII, que pensaba que el mejor diplomático era siempre un buen cocinero, devolvió el caracol a las mesas nobles.

Vemos, por tanto, que esta costumbre cordobesa del rechupeteo del caracol primaveral no es nada snob; al contrario, es otra prueba de que es más fácil cambiar de creencias religiosas que de costumbres culinarias. Estamos asistiendo a un hecho histórico cuya primera fuente escrita la encontramos en Varrón, lugarteniente de Pompeyo en la guerra civil contra Julio César.

Alejandro Ibáñez Castro, Arqueogastrónomo.

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