Por Luis Celorio
Se denomina tríada mediterránea o trilogía mediterránea a los tres cultivos históricos principales de la agricultura mediterránea: el trigo, la vid y el olivo, que proporcionan los tres productos básicos de la alimentación tradicional de esa zona del mundo: el pan, el vino y el aceite de oliva.
La historia de nuestros tres alimentos emblemáticos no es otra que la historia de la colonización y mestizaje de culturas del Mediterráneo, desde sus orígenes agrícolas, que a lo largo de milenios han configurado los rasgos iniciales de nuestra identidad.
Estos alimentos vertebran nuestro sistema alimentario, un paisaje esculpido por el arado, el esfuerzo y la mano del hombre que logró transformar los campos silvestres en trigales, olivares y viñedos, y que forma parte de nuestra geografía referencial afectiva, y paisaje simbólico de nuestro imaginario colectivo, ligado al culto de la fertilidad de la tierra, desde un remoto pasado hasta nuestros días.
La alimentación jugó un papel fundamental como desencadenante del desarrollo de las diferentes culturas. En un largo camino de aprendizaje técnico que condujo al alimento fabricado, para obtener un mayor aprovechamiento.
Fue sin duda el extraordinario poder del cereal, transformable a un tiempo en sólido básico y en líquido embriagante (en un pan y una cerveza primitivos), lo que convirtió en agricultores sedentarios a los recolectores y cazadores del creciente y fértil Próximo Oriente, cuna del trigo y la cebada silvestre y epicentro de la revolución neolítica que iba a propagar por toda la cuenca mediterránea el nuevo modo de vida basado en la agricultura.
Dependientes del cereal y en pleno proceso de aprendizaje de sus posibilidades alimentarias, nuestros antepasados fueron seleccionando los tipos de grano hasta llegar a cultivarlo.
Fue asimismo, gracias a la acumulación de ese primer bien duradero, almacenable y canjeable, que florecieron los primeros pueblos de casas-silos, el comercio y la economía, los oficios, las primeras ciudades y la escritura. Nacida como respuesta a la necesidad de administrar el excedente creciente generado por los primeros pueblos que cruzaron el umbral de la civilización; Mesopotamia y Egipto.
A medida que la ola civilizadora se despliega hacia Occidente, en esa encrucijada de pueblos y saberes que es el Mediterráneo oriental, Chipre, Creta y el Peloponeso, alcanzan paulatinamente el dominio de estos recursos.
Es pues en ese contexto donde emergen los primeros civilizados por la tríada mediterránea, los fenicios y los griegos, que trasladarán a sus colonias el cultivo de sus tres frutos y productos básicos, muy pronto asimilados por los pueblos indígenas. Los romanos acabarán por reunir bajo el signo de la tríada ese Mediterráneo dividido en una unidad cultural, el Mare Nostrum del pan, del aceite y del vino.
Estos alimentos son cruciales para comprender históricamente las civilizaciones del mediterráneo desde un punto de vista alimentario, pero también antropológico y cultural, e incluso alegóricamente, en el ámbito de la metáfora y el símbolo, que alcanzan su más elevada significación al convertirse en símbolos sagrados. Esta trinidad alimentaria se convierte en el eje simbólico y religioso de las creencias de los pueblos mediterráneos. Muy especialmente para judíos y cristianos, pero también para griegos y romanos.
Así el término compañero etimológicamente procede del latín (cumpanis), cuya traducción literal es con pan,que adquiere el significado de compartir el pan o comer de un mismo pan.
De ahí también la importancia de la comunión alimentaria tanto de la comida-banquete que sellaba ventas y contratos como del banquete ritual, de la ofrenda y la libación, acción de gracias debida a los dioses y a los muertos, últimos responsables del eterno retorno de la vida y la abundancia. Un culto agrícola antiquísimo que el monoteísmo cristiano asimiló, en la figura de Cristo, que significa literalmente “el Ungido”.
Ungido con los sagrados óleos que señalan a los elegidos, su cuerpo es el pan vivo que baja del cielo y sacia eternamente, su sangre es el vino del conocimiento y la trascendencia.
Existe un cierto consenso en que cada cultura tiene una cocina y cada cocina representa una cultura. De esta forma, la comida y la cocina se convierten en factores imprescindibles para definir la identidad de un determinado grupo humano y su demarcación como cultura. Los médicos y filósofos antiguos, comenzando por Hipócrates, definieron la comida como «res non naturalis», incluyéndola entre los factores de la vida que no pertenecen al orden natural de las cosas, sino al artificial. Es decir, perteneciente a la cultura que el hombre mismo construye y gestiona.
La comida por tanto es cultura cuando se consume, porque el hombre, aun pudiendo comer de todo, elige su propia comida con criterios ligados ya sea a la dimensión económica y nutritiva del gesto, o a valores simbólicos de la misma comida. De este modo, la comida se configura como un elemento decisivo de la identidad humana y como uno de los instrumentos más eficaces para comunicarla.
Luis Celorio, director del museo Casa del Agua
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