Por Alejandro Ibáñez.
El allium sativum, el ajo, parece tener su origen en Asia Central, en el suroeste de Siberia. Descubiertas sus propiedades culinarias y medicinales su cultivo se difunde por China y Asia Menor, desde donde las tribus nómadas lo llevan a Mesopotamia (Irak); aquí los sumerios, que descubren la agricultura en torno al 6000 a. n. e., ya utilizan el ajo para combatir la parasitosis y prevenir epidemias y Nabucodonosor, mil años después, lo siembra en sus jardines colgantes. Luego pasaría a Egipto donde, en torno al 1500 a. n. e. el Papiro Ebers menciona el ajo en veintidós recetas destinadas a combatir enfermedades como infecciones, dolores de cabeza, faringitis, debilidad física y algunos tumores.
Más de mil años antes, sin embargo, esta hortaliza fue el motor de una de las siete maravillas, la Gran Pirámide de Guizé, la única que aún se puede contemplar y es que la Arqueología que, de nuevo sirve para algo, ha demostrado que es falsa la imagen que tenemos sobre sus constructores físicos, que no fueron ni esclavos, siervos o los famosos extraterrestres. Las excavaciones arqueológicas y el análisis de los restos óseos, humanos y animales, bien conservados gracias a la arena seca del desierto y enterrados junto a jarras de cerveza y pan para toda la vida, han demostrado que aquellos trabajadores estaban bien alimentados: la carne, la cerveza, el pan y el ajo formaban parte de su dieta habitual y eran hombres libres. Trabajar por y para las pirámides en una sociedad fuertemente jerarquizada y religiosa fue una tarea anhelada, profesionalizada y en absoluto infravalorada. Si la muerte les sorprendía trabajando eran enterrados junto a los faraones, nunca eso le podría ocurrir a un simple esclavo.
Homero informa que el ajo era un vigorizante y se encuentra en muchas tumbas, incluida la de Tutankamón, tanto físicamente como dibujado, en madera o cerámica para asegurarse el aderezo en otra vida; lógicamente también se empleó en el proceso de momificación. Su consumo, según Plutarco, estaba prohibido a los sacerdotes, ya que era considerado sagrado, divino y también afrodisíaco.
La Biblia confirma que, durante su estancia en Egipto, los hebreos conocieron el prodigioso ajo y, cansados del maná, lo añoraban en su larga travesía del desierto: “recordamos el pescado que comíamos de balde en Egipto, los pepinos y los melones y los puerros y las cebollas y los ajos”. También el Talmud afirma con entusiasmo que satisface, templa el cuerpo, ilumina el rostro, incrementa el líquido seminal y elimina las lombrices intestinales. Algunos agregan que incita al amor y disipa la enemistad “por el sentimiento de bienestar que engendra”. En la Antigua Grecia los atletas denominaban al ajo como la “rosa maloliente”.
Hipócrates y Teofrasto mencionan que nuestra hortaliza fue un recurso frecuente en ofrendas y curaciones. Homero lo recoge en la Ilíada como medicamento, que se utilizaba majado para la prevenir las infecciones de las heridas y en La Odisea vemos como el dios Hermes se lo recomienda a Ulises como conjuro contra Circe, siendo el ajo la causa de que la bruja se enamorase del héroe y que no lo convirtiera en cerdo como a sus compañeros. Igualmente fue muy popular entre los romanos, aunque la nobleza rechazaba su uso, formando parte de numerosos de remedios para las más diversas enfermedades.
En la mitología el ajo estaba dedicado al dios de la guerra, Marte, y se consideraba el símbolo de las virtudes militares por sus propiedades higiénicas y fortalecedoras, lo cual consagraría el reputado Galeno que lo denominaba la “melaza de los pobres” y lo consideraba una panacea curalotodo. Tras él otras fuentes lo detestan, como Horacio, o lo ensalzan, como el enciclopedista Celso, para quien todas las propiedades del ajo son buenas, hasta su mal olor, porque es capaz de poner en movimiento los espíritus de las personas letárgicas. Incluso se conserva un poema titulado Moretum, atribuido a Virgilio, que exalta la vida en el campo y nos da la receta en verso de la pócima vigorizante que tomaban los campesinos para desayunar: un majado de hierbas aromáticas, queso, sal, aceite, vinagre y un buen puñado de ajos.
Otro defensor del ajo es el poeta Marcial, para quien constituye un medicamento capaz de despertar la llama vacilante que tienen los viejos esposos. Los soldados romanos, campesinos en origen, lo sembraron allí por donde pasaron, extendiéndolo por todo el Imperio Romano. Debe tenerse en cuenta que un gran ejército en marcha casi constante disponía de un limitado surtido de alimentos, los que fuesen más fáciles de transportar, así que, entre los tres tipos de raciones de los soldados: alimentos sólidos, gachas y brebajes, siempre estaba presente el ajo, capaz de satisfacer los requerimientos de las tropas, así como de servir para mantener a los legionarios libres de parásitos intestinales que, normalmente, no tomaban agua en condiciones salubres.
Durante la Edad Media es donde se encuentra a los únicos que el ajo parece sentarles mal, los presuntos vampiros y los afectados de porfiria, sigue en aumento la importancia de este alimento como el más poderoso antídoto conocido contra la peste que asolaba a Europa. Siglos más tarde se demostraría científicamente que el ajo es un antibiótico natural analizando todas sus propiedades medicinales. Pese al hecho demostrado que el ajo, hoy día, es un condimento universal de gran popularidad en los países mediterráneos e hispanoamericanos y está muy extendido por China e India; su uso sólo parece resistirse en Inglaterra, aunque sus piratas siempre lo llevaban como remedio, y mucho antes los vikingos.
Siempre ha habido aliófilos y aliófobos, a pesar de su olor característico “que no abandona”, siendo muy apreciado por las clases trabajadoras debido a sus propiedades energéticas y curativas, si bien Don Quijote se lo desaconseja a Sancho cuando le dice: “no comas ajos ni cebollas porque no saquen por el olor tu villanía”. Sus mayores detractores los hemos encontrado en Inglaterra, en el siglo XVI, donde antes del famoso comentario de Victoria Beckham ya se consideraba de lo más desagradable “para las bellas damas que prefieren dulces alientos seguidos de suaves palabras”, o en nuestras tierras, cuando en el siglo XIV el rey de Castilla Alfonso XI prohibió que ningún caballero que hubiese comido ajo se acercase a él al menos durante un mes. Un moderno dicho judío dice: “con tres níqueles entrarás en el metro, pero sólo un ajo te proporcionará asiento”.
Un efecto colateral del rechazo de las clases altas hacia el ajo lo encontramos en la Italia del s. XIX cuando la reina Margarita, que odiaba el ajo, hizo que le elaboran una pizza que no lo llevara, dando origen al tipo que hoy conocemos y que bautizaron con su nombre. No obstante, por nuestro propio interés, tanto por sus propiedades gastronómicas pues la historia de la cocina sería muy distinta sin ese toque rico, potente y oloroso que le da nuestro invitado, el Señor Ajo, como curativas, deberíamos ser más tolerantes a nivel olfativo con la alicina, responsable de buena parte de sus efectos medicinales por lo que siempre se aconseja tomarlo crudo, pero también de su inefable olor, aunque ya no lo utilicemos, como proponían Plinio, mezclado con vino para las mordeduras de las musarañas, o Mahoma, para la dentellada de la víbora o la picadura del escorpión.