Por Ramón Montes Ruiz.
Entre las variadas tendencias del arte a lo largo del tiempo, ha sido muy frecuente el empleo de elementos florales y frutales; y eso ha sido básicamente por dos motivos: el propio atractivo de lo representado y el simbolismo que en algunos casos contiene. Así, en el pintor cordobés Julio Romero de Torres, junto a otras rasgos de representativos de su pintura, es destacable la abundancia especialmente de la naranja, tanto cortada como en el árbol; lo que nos lleva a intentar reflexionar sobre este hecho. Aunque, bien es cierto que de sus pinceles también salieron representaciones de otros frutos, como es el caso de la manzana o las uvas, entre otros.
Trayectoria vital
Julio Romero de Torres (Córdoba 1874–1930) fue hijo de Rafael Romero Barros, pintor y conservador del Museo de Bellas Artes de Córdoba. Desde niño estuvo inmerso en un ambiente artístico, lo que condicionó tanto su formación como su dedicación a la pintura. Fue el séptimo de ocho hermanos; el mayor, Rafael se mostró como un heredero de la maestría pictórica de su padre, aunque desgraciadamente falleció prematuramente; Enrique, dos años mayor que Julio, también ejerció como pintor y como conservador del Museo; y sería Julio el que alcanzaría el reconocimiento tanto nacional como internacional que hasta el día de hoy pervive.
Tras una formación inicial en la Escuela Provincial de Bellas Artes de Córdoba, dirigida por su padre, comienza a realizar colaboraciones en ilustraciones de la prensa local, participando en 1895 en la Exposición Nacional de Bellas Artes en el Retiro Madrileño con su obra ¡Mira qué bonita era!, obteniendo mención honorífica. En esta primera época de juventud desarrolla un tipo de pintura aún con una notable influencia costumbrista, fruto de su aprendizaje, pero que va desarrollándose hacia una pintura social por las propias tendencias del momento. Dentro de esta corriente crearía algunas obras como Conciencia tranquila, 1897, con la que conseguiría una tercera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1898. En estos últimos años del siglo, es un espíritu joven y libre pero bastante indefinido en cuanto a estilo, motivación, horizontes y temática. Es una época agitada para el pintor: en 1895 había fallecido su padre; en 1897 no consiguió una beca de la Academia Española de Roma, lo que le habría abierto un exitoso camino de formación y desarrollo personal; en 1898 fallecería su hermano Rafael; todo ello inmerso en una crisis decadentista y económica de España que, en el caso de la Escuela Provincial de Bellas Artes, la Diputación Provincial determinó su cierre en 1898.
Al año siguiente contrajo matrimonio con la cordobesa Francisca Pellicer López, con quien tuvo tres hijos. En estos años comenzó su trabajo docente en la Escuela Municipal de Artes y Oficios de Córdoba y posteriormente en 1901 en la recién creada Escuela Superior de Artes Industriales. Tras su periodo de formación, entre 1900 y 1916 desarrolla un periodo de influencias modernistas y simbolistas de notable interés; realiza viajes al extranjero y comienza su relación con círculos culturales madrileños. Será desde finales de este periodo y especialmente en su etapa de madurez, de 1916 a 1930, cuando desarrolle la pintura que define más fielmente su personalidad creadora. En 1915 se instala en Madrid y ejerce como profesor de Dibujo del Antiguo y Ropaje en la Escuela Especial de Pintura y Escultura de la Real Academia de San Fernando. Aquejado por una dolencia hepática se recluye en su casa de la Plaza del Potro, donde fallece el 10 de mayo de 1930, dejando casi concluida su obra La chiquita piconera, como un auténtico testamento artístico.
El uso de elementos localistas y florales o frutales
Dentro de su amplia producción pictórica se convierte en un elemento formal su interés por presentar elementos, tanto localistas, como son sus edificios y escenografías de Córdoba, como florales o frutales, de fuerte carga simbólica. Precisamente es a estos últimos a los que nos referiremos y, muy concretamente, a las naranjas. Este fruto, tanto en su árbol como en su individualidad, está presente en numerosas obras de Julio Romero de Torres, lo que lo convierte en un auténtico icono del imaginario popular sobre el pintor.
Experimentó en algunas de sus pinturas con otras frutas pero ni consiguió un efecto similar, ni se convirtieron en iconos; tal es el caso de Retablo del Amor, 1910, en el que en el lienzo derecho del sotabanco emplea tres manzanas como elemento simbólico-mitológica del relato mitológico en el que Hera, Atenea y Afrodita aparecen con sus ofrendas, compitiendo por la manzana dorada ofrecida por Eris, la diosa de la discordia. Igualmente, en El pecado, 1913, donde aparece una de las alcahuetas sosteniendo una manzana y otra un espejo donde se refleja el rostro de la joven desnuda y de espaldas; ambos objetos, la manzana y el espejo son considerados símbolos del pecado. Así, son variadas las obras en las que la manzana, como símbolo del pecado, ha sido empleada por el pintor, de forma única, como en La Trini de Málaga, 1925; Eva, 1929; y enigmática Viva el pelo, 1928, dotada de una exquisita sencillez, dulzura y sugerente erotismo.
También empleó otras frutas, tanto de manera individual, como dentro de una composición frutal o bodegón, como es el caso de La niña de las uvas, 1928, bellísimo retrato de una joven que sostiene un racimo de uvas, en el que el referente para el espectador es el cautivador rostro de la joven, mientras que el racimo de las uvas pasa casi desapercibido. Y en escasas pinturas empleó un auténtico bodegón frutal, como en La primavera, 1925 y Camino de bodas, 1928.
La naranja como instrumento simbólico
Como ya indicábamos, la naranja, tanto cogida, como en su árbol, supusieron para Romero de Torres un verdadero instrumento simbólico, un recurso para las escenografías, para el fondo y exorno de sus pinturas, así como para transmitir una idea a través de la propia fruta. No hay que pasar por alto que esta fruta comienza a aparecer en sus obras a partir de que opta por el camino creativo que ha configurado su personalidad artística más personal centrada en la configuración, de una idealización estética de la mujer, con una plausible carga de emociones, todo ello dentro de un localismo que determina un arquetipo de patente admiración popular.
En las pinturas de su etapa de madurez y éxito él busca incluir la presencia de elementos del paisaje de Córdoba, que fácilmente se identifican y ¿qué mayor elemento de identificación es el naranjo? Además, no sería justo olvidar la influencia de la obra de su padre, a pesar de la etapa de juventud rebelde e influenciada por la pintura social, el luminismo y el simbolismo, que le hacía intentar renegar del costumbrismo romántico. Las naranjas aparecen como un auténtico fetiche y como tal, mediante diferentes registros va incluyéndolas en sus obras. Así, en unas el naranjo aparece en algunos de los espacios, como elemento escenográfico, tal es el caso de Amor sagrado, amor profano (Amor místico, amor profano), 1908; Retablo de amor, 1910; Socorro Miranda, 1911-12; Panneau, 1912; Celos, 1920; La Buenaventura, 1920; Naranjas y limones; Tristeza andaluza, 1927; La niña del cántaro, 1927; o La niña de las naranjas, 1928. En todas ellas, al margen de otros aspectos, y con mayor o mayor fuerza plástica, el naranjo es un elemento referencial que evoca y sublima unos valores estético-paisajísticos propios de una ciudad como Córdoba. Otras veces, unas ramas de naranjos aparecen furtivamente aportando color y recuerdo sin robar protagonismo al tema central, como en Nuestra Señora de Andalucía, 1907; Alegrías, 1917; o Carmen y Fuensanta, 1925. Y a veces, se muestran en un ramo o sobre una bandeja para enriquecer el cromatismo o como una ofrenda: La niña de la calle armas (La niña de las naranjas), 1922; Rivalidad, 1925-26; y San Rafael Arcángel, 1925.
Como culminación de esa integración de la naranja, convertida en símbolo y presencia de una realidad vital evocadora de unos placeres gustativos, aromáticos y visuales, el pintor jugó con la naranja en obras que se han convertido en todo un icono de su personalidad artística. En algunas pinturas las emplea en sustitución de la “manzana del pecado”, por ser más sugerentes que la propia manzana, tanto por la fuerza de su color, la evocación de su sabor y su olor. En este caso es muy representativa su obra Gitana de la naranja, 1925. En otras, y como una participación activa de la naranja en las evidencias eróticas, las hace participar del desnudo femenino, con una bella sensualidad, como en Naranjas y limones, 1927; y La niña de las naranjas, 1928.